sábado, 5 de noviembre de 2011

La siesta burguesa

Apreciados -¿dos?- lectores: este artículo no lo voy a escribir yo, sino Herman Hesse. Aprovecho para recomendaros un libro que, dependiendo del estado de ánimo en el que os encontréis, podréis llegar a odiar o a adorar. En cualquier caso, no creo que os decepcione. Se trata de El Lobo Estepario, y este fragmento que os traigo relata con descarnada y dolorosa veracidad lo que podría ser una lacra de nuestra sociedad actual -aunque fuese escrito en 1927-: esto es, la burguesía. No quiero caer en- inevitables- contradicciones, puesto que tú, y yo, y toda mi calle, todos, pertenecemos a esa clase social, es irrevocable: queremos triunfar sin dar golpe, consideramos que la perfección de la vida se halla en los placeres más “veniales”: comer -con cerveza de importación-, ver televisión, comprarse un Ipod, ir a festivales en verano y al Interrail- como veis, me circunscribo a la vida de los jóvenes-, nos asusta la crisis, así que esperaremos con paciencia a que el PP lo arregle porque no queremos aprender alemán, ni mandarín, sino una plaza en el colegio de mi barrio, a ver si mi papá se enrolla y nos pone un piso a mi novio y a mí. Amos hombre, hojas de hierba unas narices.




Escribió Herman Hesse:

“Lo «burgués», pues, como un estado siempre latente dentro de lo humano, no es otra
cosa que el ensayo de una compensación, que el afán de un término medio de avenencia
entre los numerosos extremos y dilemas contrapuestos de la humana conducta. Si
tomamos como ejemplo cualquiera de estos dilemas de contraposición, a saber, el de un
santo y un libertino, se comprenderá al punto nuestra alegría. El hombre tiene la
facultad de entregarse por entero a lo espiritual, al intento de aproximación a lo divino,
al ideal de los santos. Tiene también, por el contrario, la facultad de entregarse por
completo a la vida del instinto, a los apetitos sensuales y de dirigir todo su afán a la
obtención de placeres del momento. (…) el burgués trata de vivir en un término
medio confortable entre ambas sendas. Nunca habrá de sacrificarse o de entregarse ni a
la embriaguez ni al ascetismo, nunca será mártir ni consentirá en su aniquilamiento. Al
contrario, su ideal no es sacrificio, sino conservación del yo, su afán no se dirige ni a la
santidad ni a lo contrario; la incondicionalidad le es insoportable; sí quiere servir a Dios,
pero también a los placeres del mundo; sí quiere ser virtuoso, pero al mismo tiempo
pasarlo en la tierra un poquito bien y con comodidad. En resumen, trata de colocarse en
el centro, entre los extremos, en una zona templada y agradable, sin violentas
tempestades ni tormentas, y esto lo consigue, desde luego, aun a costa de aquella
intensidad de vida y de sensaciones que proporciona una existencia enfocada hacia lo
incondicional y extremo. Intensivamente no se puede vivir más que a costa del yo. Pero
el burgués no estima nada tanto como al yo (claro que un yo desarrollado sólo
rudimentariamente). A costa de la intensidad alcanza seguridad y conservación; en vez
de posesión de Dios, no cosecha sino tranquilidad de conciencia; en lugar de placer,
bienestar; en vez de libertad, comodidad; en vez de fuego abrasador, una temperatura
agradable. El burgués es consiguientemente por naturaleza una criatura de débil impulso
vital, miedoso, temiendo la entrega de sí mismo, fácil de gobernar. Por eso ha sustituido
el poder por el régimen de mayorías, la fuerza por la ley, la responsabilidad por el
sistema de votación.


Es evidente que este ser débil y asustadizo, aun existiendo en cantidad tan
considerable, no puede sostenerse, que por razón de sus cualidades no podría
representar en el mundo otro papel que el de rebaño de corderos entre lobos errantes.
Sin embargo, vemos que, aunque en tiempos de los gobiernos de naturalezas muy
vigorosas el ciudadano burgués es inmediatamente aplastado contra la pared, no perece
nunca, y a veces hasta se nos antoja que domina en el mundo. ¿Cómo es esto posible?
(…)

Y sin embargo, la burguesía vive, es poderosa y próspera. ¿Por qué?
La respuesta es la siguiente: por los lobos esteparios. En efecto, la fuerza vital de la
burguesía no descansa en modo alguno sobre las cualidades de sus miembros normales,
sino sobre las de los extraordinariamente numerosos outsiders que puede contener
aquélla gracias a lo desdibujado y a la elasticidad de sus ideales. Viven siempre dentro
de la burguesía una gran cantidad de temperamentos vigorosos y fieros. “

Llegados a este punto, supongo que habrán considerado cuál es exactamente el problema de esta situación, de estas personas, es decir: ¿qué mal nos estamos haciendo? Si quieren saber mi propia experiencia, soy hija única y vivo en una familia “no desestructurada”: mis padres no se han separado ni divorciado, ambos conservan el empleo, yo voy a la universidad y todo se desliza sobre raíles engrasados. Desconfíen de esas familias que parecen demasiado perfectas, porque no lo son en absoluto. El motivo de que mi familia se mantenga unida es, además de que no hay infidelidades de por medio, que nunca discutimos por nada. En mi casa no se discute ya que discutir entre tres personas es difícil cuando una de ellas va a atajar la conversación evitando el enfrentamiento a toda costa, y el otro va a soltar algún comentario del tipo: “eres una desagradecida porque llevo manteniéndote veintiún años”, y una servidora pues va y se calla. Con ese pretexto de que te dan de comer ya te pueden tratar como una basura todos los días, porque, si se te ocurre quejarte, resulta que eres una desagradecida. Es mejor ser una miseria humana sin ninguna autoestima, pero agradecida y de buenos modales, que una ingrata con personalidad. Y bien, digamos que el burgués medio, cuyo 60% de pensamientos diarios está puesto en el catálogo de Ikea y el 40% en lo que va a comer o a cenar, al planteársele una disputa no-computable dentro de su marco de prevención total acostumbrado, tenderá, naturalmente, a despreciar gesto tan vulgar. A la conclusión a la que llego es que esto es intolerancia: intolerancia hacia sentimientos incómodos y no deseados. Esa misma intolerancia es la que aflora cuando un negro por la calle intenta indicarte para que aparques el coche, cuando ves a una rusa dando las noticias en el noticiario de la cadena regional, cuando en los periódicos te cuentan que los antidisturbios han apaleado a una ristra de jóvenes entre los cuales unos estudiarán biología, otros filología y otros economía, pero para ti son “extranjeros” o “drogadictos”, sí, porque es difícil imaginarte a ti en la situación de que un policía te arree con una porra, a ti o a cualquiera de tus iguales porque la policía, como todos sabemos, está ahí para defendernos… De esos maleantes.

He puesto el ejemplo de mi propia vida, de mi propia familia. Somos muy afortunados por vivir con la mayor comodidad posible. Y, sin embargo, no podemos ser felices.

Creo que las algas me dan asco (prólogo)


Hace unos días, mientras volvía a mi casa de la Universidad, una chica me abofeteó mientras imitaba a un pájaro- creo que era una urraca- en medio de la calle, sin advertir que yo me acercaba temerosamente, a velocidad constante, al punto donde su mano y mi cara entrechocarían sin remedio. Nos seguimos riendo después, y aprendí algo, como aprenden todos los intensos de las lecciones vitales: si sorprendes a una mujer de más de veinte años imitando a un arrendajo mientras agita los brazos para hacer reír a su madre, y te da un aletazo, os debéis considerar como de la familia mutuamente.

Este es solo un preludio para publicar el primer artículo que he escrito para este blog. Tiene dos funciones: la primera es no exaltarme demasiado en mi primera entrada, la segunda, daros la libertad de abofetearme si detestáis mi blog, cuando me veáis por la calle. Agradeceré, en tal caso, que os hayáis leído esta primera entrada de título tan poco prometedor. Juzgar por vosotros mismos, si es este un buen preludio para una serie de fervorosos o confundidos alegatos contados a lo jocoserio. Lo más difícil es arrancar, y esto ya lo he hecho. Espero que a mi amiga urraqueña no le importe que lo cuente, ya que es como de la familia, y, además, no me acuerdo de su cara.